Scroller

sábado, 15 de septiembre de 2012

Chile, un país con hambre y sed de trascendencia.



Tenemos vocación de compartir más que vocación de competir.

Chile es un país maravilloso. Dotado de paisajes sin igual y de personas notables. Ha ido tejiendo su historia no exenta de dificultades, y de la mano del Evangelio que trajeron los primeros misioneros. Chile ha cambiado. No es el mismo de hace 30 años. Ha cambiado mucho y muy rápido. En lo económico, ha crecido a tasas extraordinarias, aunque no ha logrado hacer despegar al quince por ciento de la población que aún vive en la pobreza e indigencia.

Chile ha sorteado terremotos, el último hace dos años. Y si bien es cierto no está completamente reconstruido, lo que el terremoto destruyó, se avanza en su reconstrucción,, ello muchas personas lo reconocen. Pero hay un terremoto que ha ido destruyendo aspectos relevantes de la vida nacional y que tomará mucho tiempo en reparar. Se trata de la desconfianza en las instituciones y la pauperización de la vida social. Cada vez se desconfía más de los que rigen el destino del país. No han sido capaces de dialogar pensando en el bien común y menos en darle la razón al adversario cuando este la tiene.

El diálogo que se sostiene es de sordos, donde muchas veces ni siquiera se sabe de qué se discute. La realidad, unos la ven blanca y otros negra. No se matiza nada. Ello ha traído un gran cansancio de la sociedad en general que, en medio de este ir y venir de declaraciones y contradeclaraciones, las necesidades de importantes sectores de la sociedad han quedado sin respuesta. Los temas vinculados a la educación y los temas vinculados a los pueblos originarios son una muestra de ello.

¿Qué nos ha pasado? Creo que Chile se ha embriagado fruto de los beneficios que trajo el sistema de libre mercado en lo económico. Y se ha embriagado con el ostensible incremento de recursos que dispone. Sin embargo no ha sabido escuchar. No ha sabido tener una verdadera empatía con actores relevantes de la sociedad que se sienten fuera del sistema y que claman mayor justicia y mayor equidad. Ello ha puesto en entredicho la credibilidad de los actores políticos y, lo que es más grave, ven la violencia como el único camino para obtener sus demandas insatisfechas. Ello ha traído un costo para la sociedad enorme que se ha traducido en temor y en una cada vez más difícil relación entre los  distintos estamentos de la sociedad. No se conocen, no se topan y no se hablan.

¿Puede un país estar unido si su identidad se limita a lo económico? Creo que no. Un país se une por valores profundos, por un proyecto de país compartido, por una causa común. Y sobre todo por valores trascendentes que la animan. En definitiva, por un  proyecto cultural de largo aliento y talante humano. Y la economía, el dinero, la competencia no son capaces por sí solos de lograrlo. Tan simple como eso, porque el hombre tiene hambre y sed trascendencia, de sentirse impulsado a un proyecto que tenga relevancia y que vaya más allá de sí mismo.

¿Dónde se ve esta hambre y sed de trascendencia? Se aprecia en la vida religiosa de las personas. Muchos se han alejado de la Iglesia, de la institución, pero sin embargo, creen en Dios, creen firmemente y adhieren a todas las instancias que permitan mostrar este vínculo que llevan en su vida. Las peregrinaciones a los grandes santuarios lo confirman. Se aprecia también en los tiempos de desgracia. Solemos hacer grandes gestos solidarios a la hora de la desgracia del otro. El terremoto lo mostró. Hubo saqueos, cierto, pero por sobre todo hubo solidaridad, y ello es expresión de que tenemos vocación de compartir más que vocación de competir.

+ Fernando Chomali
Arzobispo de Concepción

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