Tenemos vocación de compartir más que vocación de competir.
Chile es un país maravilloso. Dotado de paisajes sin igual y
de personas notables. Ha ido tejiendo su historia no exenta de dificultades, y
de la mano del Evangelio que trajeron los primeros misioneros. Chile ha
cambiado. No es el mismo de hace 30 años. Ha cambiado mucho y muy rápido. En lo
económico, ha crecido a tasas extraordinarias, aunque no ha logrado hacer
despegar al quince por ciento de la población que aún vive en la pobreza e
indigencia.
El diálogo que se sostiene es de sordos, donde muchas veces
ni siquiera se sabe de qué se discute. La realidad, unos la ven blanca y otros
negra. No se matiza nada. Ello ha traído un gran cansancio de la sociedad en
general que, en medio de este ir y venir de declaraciones y
contradeclaraciones, las necesidades de importantes sectores de la sociedad han
quedado sin respuesta. Los temas vinculados a la educación y los temas
vinculados a los pueblos originarios son una muestra de ello.
¿Qué nos ha pasado? Creo que Chile se ha embriagado fruto de
los beneficios que trajo el sistema de libre mercado en lo económico. Y se ha
embriagado con el ostensible incremento de recursos que dispone. Sin embargo no
ha sabido escuchar. No ha sabido tener una verdadera empatía con actores
relevantes de la sociedad que se sienten fuera del sistema y que claman mayor
justicia y mayor equidad. Ello ha puesto en entredicho la credibilidad de los
actores políticos y, lo que es más grave, ven la violencia como el único camino
para obtener sus demandas insatisfechas. Ello ha traído un costo para la
sociedad enorme que se ha traducido en temor y en una cada vez más difícil
relación entre los distintos estamentos
de la sociedad. No se conocen, no se topan y no se hablan.
¿Puede un país estar unido si su identidad se limita a lo
económico? Creo que no. Un país se une por valores profundos, por un proyecto
de país compartido, por una causa común. Y sobre todo por valores trascendentes
que la animan. En definitiva, por un
proyecto cultural de largo aliento y talante humano. Y la economía, el
dinero, la competencia no son capaces por sí solos de lograrlo. Tan simple como
eso, porque el hombre tiene hambre y sed trascendencia, de sentirse impulsado a
un proyecto que tenga relevancia y que vaya más allá de sí mismo.
¿Dónde se ve esta hambre y sed de trascendencia? Se aprecia
en la vida religiosa de las personas. Muchos se han alejado de la Iglesia, de
la institución, pero sin embargo, creen en Dios, creen firmemente y adhieren a
todas las instancias que permitan mostrar este vínculo que llevan en su vida.
Las peregrinaciones a los grandes santuarios lo confirman. Se aprecia también
en los tiempos de desgracia. Solemos hacer grandes gestos solidarios a la hora
de la desgracia del otro. El terremoto lo mostró. Hubo saqueos, cierto, pero
por sobre todo hubo solidaridad, y ello es expresión de que tenemos vocación de
compartir más que vocación de competir.
+ Fernando Chomali
Arzobispo de Concepción
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