Scroller

martes, 19 de julio de 2011

Domingo XVI del Tiempo Ordinario: Evangelio según San Mateo: 13,24-43.

Si se puede hablar de un estilo de enseñanza propio de Jesús, es en las parábolas donde lo encontramos. La parábola evangélica une a la vez la transparencia y la profundidad y tiene su fuente primera en una gran sensibilidad humana, en Alguien que simpatiza con sus semejantes, tanto en sus desgracias como en sus alegrías y utiliza como recurso en su lenguaje las vivencias y ocupaciones de la época.

La parábola del trigo y la cizaña nos ilustra acerca de un Dios que tiene paciencia; que respeta la libertad del ser humano. Contra la tentación de levantar muros, separar, arrancar, cortar por lo sano, creerse mejores que los demás, está la novedad de Jesús: dar tiempo a todos. Al trigo para que sea trigo. A la cizaña para que tenga la oportunidad de cambiar. A la fuerza nadie se convierte. Dios sabe esperar y nos lo enseña.” La historia de la vida humana no es la de un juicio y condena ahora ya, sino la del trabajo de Dios y nuestro para “salvar todo lo salvable”.

La diferenciación entre buenos y malos no se hará hasta el final de los tiempos. En el decurso real del mundo, el bien y el mal se codean y se entremezclan. Nosotros, sus discípulos, hemos de armarnos de paciencia y misericordia, porque es en medio de los conflictos del mundo donde crece el Reino.

En realidad, se refleja aquí la gran misericordia de Dios, que no permite a las criaturas precipitarse sobre el pecador luego del pecado, sino que le concede la oportunidad de arrepentirse y ser perdonado. Dios puede sacar de la cizaña “hijos de Abraham”.

Como el grano de mostaza, tan pequeño como una cabeza de alfiler, el Reino de Dios, prefigurado en un puñado de discípulos, de gente humilde y sin pretensiones, tenía al principio una apariencia absolutamente insignificante; pero si esperamos y damos tiempo a que la pequeña semilla germine, experimentará un enorme crecimiento, sin proporción alguna con sus humildes comienzos. Así también con nuestra fe: empieza siendo, tal vez, pequeñita e insegura, pero, regándola y cultivándola como al granito de mostaza, crecerá y se hará fuerte, con nuestro esfuerzo de cada día, pero, sobre todo, con la ayuda de la Gracia, que el Espíritu de Dios infunde a nuestro modesto empeño. Lo importante, pues, es sembrar y saber esperar, confiando en que Dios actúa siempre, siguiendo de muy cerca nuestros pasos y trastabillones, pero sin dejarnos caer.

Con el reino de Dios sucede como con la “levadura” que una mujer “esconde” en la masa de harina para que todo fermente. Así es la forma de actuar de Dios. No viene a imponer desde fuera su poder, sino a transformar desde dentro la vida humana, de manera callada y oculta.

El crecimiento del Reino no se desarrolla al margen de la historia, sino dentro y en relación con todo cuanto hacemos y buscamos quienes poblamos este mundo, nuestra comunidad, nuestro barrio, nuestro hogar, trabajo, colegio, universidad.

Acoger la levadura en nuestra vida es dejarnos transformar por Jesús, actuando en nuestra comunidad, introduciendo la verdad, la justicia y el amor de Cristo, de manera humilde, pero con fuerza transformadora.

A partir de Cristo, algo pasa en el mundo, aunque no se publicite, porque el Reino de Dios acontece en el silencio de la cruz, en el silencio de la espiga que madura, de la semilla que, aunque pequeña en el amor de Dios se hace grande, en la levadura que fermenta la masa.

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